En el preciso momento en que Woody decía «Los juguetes podemos verlo
todo», Queca supo cómo hacerlo. No tenía nada que ver con la película. Ni con
lo que sucedía en esa escena. Pero la idea surgió. Así sin más. Como una
palomita al calentarse el maíz. Incluso creyó escuchar en su oído de felpa
—felpa, cómo odiaba esa palabra— el «Pop» característico.
Nayara estaba sentada a su lado. En el sofá del
salón. Nayara era su nueva dueña. Bueno, nueva y primera. La película de Toy Story y ella fueron dos de sus
regalos de cumpleaños. Sus padres, cinéfilos empedernidos, pensaron que el
mejor regalo para una niña de tres años era una película, una película que más
bien es de terror. Pero a la niña no parecía importarle; en una semana, era la
séptima vez que la veía, o que contemplaba la pantalla mientras pasaban las
imágenes. A esa edad no se ven películas en su amplio significado.